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La indiferencia.

La indiferencia
Cuando encontramos que la filosofía ha abdicado su espíritu de creación y se ha hecho esclava de los hechos, cuando la política solo responde al poder establecido, la moral es la del esclavo que solo responde y acepta esta condición, cuando el arte es el culto a la mediocridad, cuando todo es duda y el sofisma la respuesta, cuando existe una profunda separación entre las conductas y las palabras, el pensamiento y la acción se contradicen y se enfrentan, en este caos la indiferencia se torna el centro del pensamiento, se alimenta de abstracciones que quieren justificar lo que no tiene justificación, es en este caos donde la indiferencia organiza la tranquilidad frente a la injusticia y el atropello.
La indiferencia nace cuando no hay creencias, cuando nada nos atrae y nada nos llama a asumir la defensa de lo que, alguna vez, encontramos justo y bueno. Existen distintos modos de indiferencia: se puede ser indiferente por convicción; o ser indiferente por pereza. El indiferente por convicción posee una idea, la que lo aísla de la realidad, que lo separa de los demás, que lo impulsa a no tomar ningún compromiso, que no se compromete con nadie y con nada, una idea que paraliza su hacer, que no le permite actuar, más si éste se opone o niega su ideal. Para el indiferente por convicción esa idea es la mejor, luego él ha preferido esa idea a otras, él ha escogido, ha elegido, entonces él ya no es realmente indiferente, ya ha dejado de serlo. Parece indiscutible, que en este caso de indiferencia, no se acepta otra idea que no sea aquella que lo ha llevado a preferir, y en la mayoría de los casos, aparentar una indiferencia, para no encontrarse con los demás, o porque la corriente social lo lleva a esto y prefiere no oponerse a ella. Por ello es muy importante determinar que lo motiva, y que es lo que ha preferido para ser indiferente.

Una bondad, pero falsa, a los otros se les acepta cualquier doctrina, así sea falsa o verdadera, niegue o acepte lo aceptado o negado por el indiferente, se es bondadoso con los otros, aceptándoles todo no discutiéndoles nada, pero sin comprometerse, solo comprometido con su indiferencia. Superioridad, sentirse superior a todos y a todo, todo lo que poseen los demás es inferior a lo que yo poseo, y con mayor razón mi pensamiento, es mejor ser indiferente a estar comprometido con algo, mi idea de indiferencia, por la que yo he optado, me permite más libertad me hace más libre, el autor se pregunta ¿Hay superioridad en someterse a todo régimen, en doblar la cerviz, abdicar el derecho...? El indiferente por pereza, confesar esta indiferencia es confesar una falta, la de no participar por flojera por comodidad y cansancio ¿De qué? La de no querer participar por falta de deseos incluido el de pensar y asumir una opción, esto solo es mala fe, ante esta indiferencia lo único que queda por hacer es tratar de sacarlo de su error, lo que es más fácil que con el indiferente por convicción. La indiferencia es una máscara del egoísmo que utiliza para ocultarse y no aparecer como tal.

Muchas veces la indiferencia nos lleva a no querer oponernos a la fatalidad y al crimen triunfante, en estas circunstancias nos abandonamos solo al sentir y la sensación se convierte en nuestra única creencia. "La sensación es lo más individual (entendido como la individualidad egoísta) y transitorio, lo más particular... La sensación sin la inteligencia, sin la razón es el abandonarse a la animalidad, y por lo tanto a la fatalidad de las cosas inanimadas, dejarse llevar por el engaño, los sentidos solos, sin la razón que es la que los educa, muchas veces nos engañan, los sentidos no entregan fundamentos de razón, solo sensaciones. Cuando la indiferencia es producto del miedo, de la cobardía, siempre tratamos de justificarnos, y los argumentos que nos damos que son los que nos permiten vivir en la indiferencia, por el hecho de justificar toda nuestra existencia, se convierten en una doctrina que traspasa todo nuestro pensamiento, pero tenemos que entender que no son nada más que un no querer reconocer el miedo o la cobardía para no luchar contra lo que nos oprime y nos impulsa a no participar.

Además tenemos que pensar que si no actuamos por miedo, esto lo ocasiona otro o algo que nos atemoriza, y en este caso ocurre que "se que soy yo y no otro, por la conciencia de mi propia voluntad. Si otra voluntad operase en mi, no seria yo, sino instrumento de otro, sería cosa de otro, que es lo que se llama esclavitud". Es por ello que no debemos darle autoridad a la indolencia ni justificar el cansancio, porque en algún momento de nuestra vida nos hemos decepcionado de lo que hacemos o de lo que queríamos hacer, esa misma decepción, si verdaderamente la sentimos, nos debe hacer pensar, que si la sentimos, es porque todavía nos queda algo en que creer, que aun creemos en nosotros mismos, que todavía creemos en el futuro y que algo podemos hacer por él. Tenemos que pensar que un ser vacío de todo deseo, de todo objetivo, que no tenga nada de nada que aportar, en una palabra un ser miserable, no puede sentir el dolor que siente un ser que ve que su indiferencia permite que otros hagan con todos lo que ellos quieren sin oposición.

A la falta de preferencia o interés, lo que está localizado en la punta del látigo del desprecio, se le llama indiferencia. Es lo que se experimenta en el grado cero de la emoción, es decir, cuando los sentimientos están más fríos que calientes. Los cínicos, que mienten con desfachatez, los arrogantes y los soberbios que estiman su sí mismo en demasía, son indiferentes porque están fuera del escenario, porque parece no importarles nada. No estar implicado afectivamente con algo es un arma poderosa para manipular a los otros, al medio y al interior propio. La indiferencia es un lujo afectivo porque el indiferente no sufre con el sufrimiento de los demás. Y así como no sufre tampoco ríe, se sorprende, grita, llora o patalea. El indiferente no hace lo que todos los demás sí y por eso puede tachársele de aburrido o pedante.

Los indiferentes nunca faltan en todas partes porque la indiferencia flota en el ambiente. Es como el aire que uno respira. Mientras todos se preocupan demasiado por sí mismos nadie se preocupa por los otros. La indiferencia permite la pobreza, el abuso, la violencia y la frialdad, por algo las calles se han llenado de basura, mendigos, vagabundos, prostitutas, asaltantes y corruptos. Como permite el empobrecimiento del espíritu, termina por enfriar todo aquello que encuentra a su paso. Es la guerra fría a la que todos juegan quizá sin darse cuenta. Cuando se quiere ser frío, se opta por ser indiferente. Sin embargo, hay dos tipos de indiferencia, la real y la simulada, pero al igual que todas las emociones lleva una suerte de gestualidad que la deja fluir por todo el cuerpo, después de todo cuando uno se muestra indiferente lo hace completito y no por partes. Es decir, toda emoción siempre lleva dentro una suerte de actuación, una estilización individual que sólo le pertenece a quien la porta. Y esa estilización va a todas partes con sus portadores, es como una sombra que no se ve, pero que está pegada a los diferentes modos de ser de cada uno.

La indiferencia real, la que no se actúa, la que es más natural que artificial, no necesita de mucha estilización porque simplemente brota, como los suspiros o los recuerdos. La simulada, salta con cierta intención de hacer como si nada pasara, niega la vida porque hace como si en la vida no hubiera pasado nada. Es una suerte de venganza endulzada con la perversión de hacer sentir al otro que no se siente. Sin importar la forma en que se presente, al negar la vida, la indiferencia mata, tortura, aniquila, pero no a quien la porta sino a quienes se les aplica. Necesita de los demás para poder despreciarlos. Al ser un escudo protector para el gladiador que la posee, también puede servirle de lanza para herir a los demás. Por ello a los indiferentes se les trata de manera distinta porque no están en comunión con los otros. La indiferencia es un modo muy particular de negar la comunión de los demás con el desprecio. A los indiferentes se les permiten las caras largas y endurecidas. Parece que nada les divierte y una forma de incorporarlos a la comunidad a la cual niegan es tratarlos bien. Los indiferentes son los aguafiestas de las reuniones porque siempre tienden a negar lo bonito de la comunión y lo hacen pasar como algo trivial y superfluo. Sin importancia pues.

No obstante la indiferencia es casi una condición generalizada. En un mundo en el que todos se enamoran cada vez más de su sí mismo, la posibilidad de vivir juntos se desvanece porque en la indiferencia el otro desaparece, con todo y sus emociones. Y no vale nada. Pero como el otro desaparece, el indiferente también se desintegra porque al negar la sociedad a la que pertenece se niega a sí mismo y entonces no le queda nada más que un mundo idealizado o mistificado que lo aleja de la realidad en la que vive. Los indiferentes viven en un mundo que han creado para sí porque sólo importan ellos, nadie más. La indiferencia generalizada permite toda clase de abusos desde el incremento de los precios de la leche hasta la violencia sexual. Y a esta sociedad le hace falta implicarse más con su realidad para poder modificarla. Desgraciadamente la indiferencia ha triunfado en un mundo en donde la falta de compromiso es una posición más cómoda. Mientras el compromiso exige responsabilidad, la indiferencia sólo requiere del cinismo, la soberbia y la arrogancia para olvidarse que el mundo está roto o a punto de romperse.

MARIO FUENTES BIZAMA
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