Apesar de las denuncias, la enseñaza en España está destruida

Javier Orrico, La enseñanza destruida, prol. Francisco Rodríguez Adrados, Huerga y Fierro, Madrid, 2005.INTRODUCCIÓNUn debate sobre la enseñanza, sobre la educación que es su consecuencia, es siempre en el fondo un debate sobre la felicidad: sobre cómo preparar a los niños y a los jóvenes para conseguirla, para hacer frente a la vida, para fortalecerlos ante la adversidad y disponerlos a la alegría, para que tengan la existencia más intensa y equilibrada posible. Y ante eso, como todos sabemos, hay dos posiciones esenciales: la proteccionista, la de quienes podemos llamar rusonianos, partidarios de la recompensa inmediata y de evitar al niño cualquier norma u obligación que pueda suponerle la más elemental renuncia; y la de quienes creen que el camino de la verdadera felicidad es exigente, forjador de la voluntad y del espíritu de búsqueda, y que son la libertad, la responsabilidad y el riesgo los elementos sobre los que se han de construir personalidades preparadas para lo impredecible. Estas dos concepciones tienen, además, un correlato social, político, que podemos centrar alrededor de las dos grandes ideologías que nos han llegado desde el siglo XX: la concepción socialista del Estado y la sociedad, en la que el individuo obtiene protección en la medida en que delega en el colectivo una parte de su soberanía; y la liberal, en la que se proclama el respeto a esa soberanía y la libertad que le es aneja como el objetivo fundamental sobre el que ha de basarse cualquier acción política, vital o educativa. Y si en este último terreno, el de la educación, ambas dicen perseguir lo mismo, la compensación de las desigualdades sociales, los caminos son tan distintos que producen consecuencias también radicalmente distintas. Por una parte, la vía socialista consistió, como veremos, en la construcción de un sistema igualitarista, una gran realización de ingeniería social en la que la igualdad se declaró obligatoria. Mientras que las soluciones del humanismo liberal son, claro, absolutamente contrarias, y consistirían – si alguna vez se intentan- en la preparación más rigurosa posible para todos los ciudadanos, para que todos tuvieran la posibilidad de obtener no sólo lo mismo, sino lo mejor, como único camino para la verdadera compensación de la desventaja de los humildes frente a las clases privilegiadas.Pero si este es, a grandes rasgos, el dilema en el ámbito de las ideas, parecería lógico, tras los recientes informes de la OCDE sobre la postración educativa española, que cuantos tenemos algo que ver con ella estuviéramos de acuerdo en que nos hemos dotado de un sistema de enseñanza que no cumple con su obligación: la de preparar a los jóvenes españoles para la durísima competencia a que el futuro ha de someterles. Pues, pásmense, ni en eso coincidimos. La escisión es tan abierta como lo es en casi todos los órdenes de nuestra vida política, hasta el punto de que la izquierda más doctrinaria, el integrismo reformista que impuso la LOGSE, es capaz de sostener que enseñar nada a todos constituye un logro destacable y es prueba de la “equidad” del sistema. En este sentido, si algo he pretendido con este libro es apuntar algunas explicaciones sobre cómo hemos llegado hasta aquí, cómo es posible, por ejemplo, que ante esa aplastante realidad de los resultados haya quien siga negando la ruina de nuestra educación, si tendrá ello que ver con los privilegios, poder y prebendas que el socialismo y el nacionalismo otorgaron a aquellos (sindicalistas, pedagogos, psicólogos, asociaciones de padres y los profesores de los cuerpos más favorecidos) en los que se apoyaron para imponer su Ley. Y estas son cuestiones de las que la sociedad nada sabe, de las que nunca se habla.La LOGSELa Ley de Ordenación General del Sistema Educativo, de 3 de octubre de 1990, era la culminación de toda la política educativa socialista y se proponía llevar a cabo un cambio radical en la enseñanza española. No tanto mejorarla, como tal enseñanza, sino a través de ella operar una verdadera transformación social, poniendo sus particulares creencias por encima de la armonización democrática de distintas concepciones de la organización social y de la vida. Fue la ley de un partido bifronte que con una mano quiso construir un sistema educativo socialista para una sociedad que, con la otra mano, el mismo partido dirigía al capitalismo más desvergonzado. Se trataba de una auténtica Nueva Planta en la que se cambiaba todo: la estructura del sistema educativo, los tipos de centros, las pedagogías, las materias y las políticas aplicables a los profesores. Si hasta entonces había una enseñanza básica de tipo comprensivo, todos juntos, hasta los catorce años, para pasar luego a la Formación Profesional o al Bachillerato, como vías diferenciadas, la LOGSE prolongó la obligatoriedad y la comprensividad -impidiendo la elección- hasta los dieciséis, dejando el bachillerato posterior en ‘bachillerito’ de dos años, el más corto de Europa. Los institutos de BUP y COU y los de Formación Profesional se unificaron, como sus cuerpos de profesores, y se incorporó a ellos a los niños de 12 años que antes estaban en los colegios de EGB, que además no llegaron solos, sino con los mismos maestros que ya les impartían ese ciclo superior de EGB en sus colegios, con lo que dejaron de percibir el cambio de centro, de etapa y de modelo de trabajo. Los institutos pasaban así a convertirse en extensiones de las escuelas. En el mismo sentido se transformaron las pedagogías, instaurándose una dictadura del pedagogismo que arrinconó los conocimientos, burocratizó hasta el ridículo, puso el control ideológico en manos de los nuevos pedagogos no profesores, limitó las exigencias y las repeticiones de curso (hasta crear la figura del alumno ‘pil’: promociona por imperativo legal), incompatibles con la necesidad de mantener juntos a los alumnos sin posibilidad de diferenciarse, aligeró la noción misma del examen, eliminó los de septiembre y envió a los inspectores, nombrados a dedo en muchos casos por adhesión política, a recomendar que no se suspendiera más allá de un determinado porcentaje que se consideraba el razonable por la ciencia pedagógica, so pena de tener que justificar con informes exhaustivos por qué se cometía semejante atentado contra la juventud. Las asignaturas dejaron de serlo para convertirse en meras áreas divulgativas, disminuyendo las horas de las materias fundamentales para implantar optativas, talleres y marías varias. Y, por último, se eliminaron los cuerpos de profesores constituidos por el principio de mérito, se destruyó la unidad de los claustros, a los que se despojó de la capacidad decisoria para entregarla a los consejos escolares, y se pusieron todas las políticas profesionales en manos de los sindicatos, preocupados de su prevalencia en el sistema y de favorecer a los suyos, sustituyendo el saber y el estudio por el número y la capacidad de presión como referentes para el ascenso profesional. Y algo parecido ocurrió en la enseñanza primaria, donde el pedagogismo se impuso apoyado en hábiles políticas que hicieron creer a muchos maestros en su condición mesiánica, y donde aquellos que aún representaban la fe en el conocimiento, en que su trabajo era el cimiento de todo lo que venía después, fueron estigmatizados como anacrónicos y caducos.Estas, no se engañen, son algunas de las verdades de la educación que el ruido mediático y el ‘agit-prop’ sindical se encargan de mantener ocultas. Los profesores que hoy aún pretenden enseñar, los que a trancas y barrancas acuden cada día a su trabajo dispuestos a no ceder, se encuentran con el recelo de las familias, el abandono de una administración sólo preocupada por las estadísticas y la prensa, los tejemanejes profesionales, y el rechazo de aquellos chicos que los ven más como sus carceleros que como copartícipes de un sistema desgraciado que obliga a ambos a lo que no quieren. Y, en fin, con la más absoluta ignorancia social sobre las verdaderas condiciones en que se desarrolla la que antaño fuera considerada trascendental tarea.La paradoja de la izquierdaLa justificación de todo esto fue, paradójicamente, un pensamiento que, al menos en apariencia, suponía una auténtica contradicción con lo que siempre habíamos entendido como propio de la izquierda: el proyecto ilustrado. La fe en que la cultura y el disfrute de la belleza harían más dichosos y nobles a los hombres. A esa idea redentorista habían servido siempre los mejores docentes, para ella nos habíamos incorporado a la enseñanza los universitarios de los setenta. Sin embargo, las políticas socialistas se basaron, desde su inicio, en que los cambios sociales exigían que los profesores y la enseñanza misma se adaptaran a esa nueva sociedad. Es decir, aceptaron el principio conductista y antiilustrado de que debían ser los valores sociales imperantes en una sociedad de masas los que dirigieran el sistema educativo, que pasó a ser trivial, cómodo y audiovisual. De hecho, ya sólo falta una pizzería en cada centro para ser perfectamente acorde con la sociedad.Así, tras la puesta en marcha de la reforma, aquellos profesores que se habían creído, en consonancia con su misión ilustrada, depositarios de un saber y responsables de su transmisión, de una cultura en la que se concretaban los conocimientos científicos y artísticos sobre los que se había levantado la civilización, fueron tachados de responsables del fracaso educativo. El sistema quedaba a salvo de críticas: eran los profesores reaccionarios y las carencias presupuestarias los culpables de ese fracaso. Nadie ha querido invertir nunca el orden, preguntarse si no habrá colaborado decisivamente el novedoso sistema a la vulgarización de la juventud y de la sociedad misma. Si en lugar de haber hecho de la enseñanza un valladar de contención humanística frente a la barbarie, no habrá sido el vigente modelo el desbrozador de todos los obstáculos que la cultura y la tradición suponían frente al mal gusto y la ley del más fuerte.La ediciónContribuir al conocimiento de todas estas cuestiones, poner en antecedentes a cualquier ciudadano que pueda sentir inquietud por la preocupante situación de nuestro sistema educativo, es la razón última de este libro. Los textos que lo forman fueron publicados en diferentes medios de prensa (Diario 16 de Murcia y La Opinión), revistas especializadas o publicaciones de congresos a lo largo de los últimos quince años. Aunque hoy matizaría algunas cosas, para esta edición me he limitado a pulir cuestiones de estilo, eliminar referencias demasiado anecdóticas, y añadir las notas que pueden encontrase al final de cada texto. Con ello he querido servir a una doble intención. Por una parte, que se pueda leer como un ensayo unitario, para lo que la agrupación en capítulos supone una propuesta de lectura, pues en su misma formulación encierran las que creo son las causas fundamentales de este desastre, y también sus consecuencias más graves. Y por otra, que se perciba, en lo posible, la evolución de los asuntos y la mía propia ante ellos, manteniendo el orden cronológico de los artículos dentro de cada capítulo (con una sola excepción) y el lenguaje directo que los acerque al lector. En suma, he intentado atender a la doble personalidad ensayística y periodística de los textos, es decir, a su posible capacidad para producir una reflexión de mayor alcance, pero sin despegarse de los datos concretos sobre nuestra realidad educativa.En cuanto a las notas, responden a esa misma doble intención. Que sirvan como cohesionadoras del conjunto del libro, remitiendo al lector a las relaciones entre sus componentes. Y que aclaren muchos de los términos concretos de la jerga profesional –y más de la neojerga pedagógica, tan próxima a la neolengua orwelliana-, para contextualizar y facilitar la lectura. Con esta doble misión, lo que buscaba era que cada lector pudiera elegir su modo de abordar el libro: como una obra única, ordenada de principio a fin; o como piezas azarosas de una Rayuela –la maravillosa novela de Julio Cortázar, quien tanto influyó en mi generación- dotadas, sin embargo, de la plenitud de su original sentido independiente. Aquella doble posibilidad de lectura que nos enseñó el maestro argentino es la que me ha guiado al redactar estas notas de LA ENSEÑANZA DESTRUIDA. También por eso las he situado al final de los textos, para que puedan ser ignoradas si usted, amable lector, mon semblable, mon frére, así lo prefiere. Algunas reiteraciones han sido, pues, inevitables, porque son las que permiten esta posibilidad de lectura independiente de cada texto fuera del conjunto.Por lo demás, disculparme con aquellos que puedan sentirse maltratados por mis palabras. Nada tengo contra las personas concretas, pedagogos y psicólogos con los que comparto ámbitos profesionales. Los he conocido magníficos e impresentables, como en todo. Lo que cuestiono es a una sociedad que ha pasado de las tutelas religiosas a las médicas y psicológicas; lo que cuestiono es que no podamos vivir sin brujos, y que se les haya utilizado con descaro para fines estrictamente políticos. Creo que han hecho mucho daño a esta que fue –y sigue siendo, a pesar de todo- la profesión más hermosa del mundo.Y ustedes, señoras y señores padres, normalmente de pocos hijos materialmente superatendidos, regalados y protegidos, no olviden que algún día tendrán que volar solos. Y que su obligación no era desentenderse de ellos, dejarlos a un arbitrio que no les inculcaron, perdidos en medio del exceso, sino enseñarles los límites del mundo, que la felicidad era una conquista y no un regalo.
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