Matar a un Profesor.

La escuela diseñada desde la mirada adulta divide lo que antes no estaba separado. The Teacher por iamennui2. CC-BY-NC-SA

Un niño y un acompañante, compartiendo un gesto de humanidad. Nationaal Archief, 1938.

Así que tuvo que ser una niña de ocho años la que los hiciera recapacitar... Eso demuestra una cosa: que se puede frenar a una jauría de animales, sencillamente porque siguen siendo seres humanos. Humm... quizás lo que nos haga falta sea un cuerpo de policía integrado por niños.

— Harper Lee: Matar a un ruiseñor

En un país que se diría “civilizado” hay una escuela donde es fácil eliminar a un profesor: hacer que desaparezca, que nunca más vuelva a pisar el aula. Basta con que, reunidos en asamblea, los chicos y chicas (menores todos de 18 años) voten mayoritariamente en contra de renovar su contrato el curso siguiente. ¿Sobrevive alguno de los profesores a semejante pelotón de fusilamiento? La respuesta es que sí, que la gran mayoría no sólo sobrevive sino que además pasa muchos años acompañando a estos chicos y chicas que un día decidieron contratarles porque confiaron en ellos. En esa escuela, Sudbury Valley, que existe desde 1968, los adultos tienen muy claro que están allí no tanto por lo que saben, sino por “quiénes son”1.

No hace mucho, en el programa de televisión Para todos la dos, se les preguntaba a un grupo de niñas y niños cómo querrían que fuera un profesor. Y los niños dijeron cosas tan importantes (y a veces tan olvidadas) como éstas: alguien que escucha, que da un modelo a seguir, que siempre te ayuda cuando lo necesitas, que no grita. Alguien que nos quiere. Alguien que se suelta un poco, que te ayuda en cualquier cosa, que te da oportunidades cuando “te portas mal”. Creo que las razones que darían los estudiantes de Sudbury Valley para contratar a uno de sus profesores sonarían muy parecidas, porque son razones del corazón.

Pero la escuela como la hemos conocido casi todos y todas no ha tenido nunca en cuenta qué queríamos ni qué necesitábamos como niños. Mucho menos qué sentíamos. Y ese pequeño gran universo, perdido a los ojos del adulto, se convirtió en una terra incognita en la que los profesores no debían (ni sabían) adentrarse. Su labor era algo muy apartado del mundo emocional de los estudiantes, porque el maestro, el profesor, era ante todo un transmisor de conocimientos2. Conocimientos que, como los niños, no participaba en crear y que se limitaba a repetir. Conocimientos alejados tantas veces de las vidas y de los anhelos infantiles. Y la brecha se abrió.

Nunca llegas a comprender de verdad a una persona hasta que miras el mundo desde su punto de vista... hasta que te metes en su piel y caminas en ella.
— Harper Lee: Matar a un ruiseñor

Esa escuela diseñada desde la mirada adulta divide lo que antes no estaba separado: divide a los niños en grupos de edades (lo que se conoce como “cursos”), divide la realidad en asignaturas, divide el aprendizaje en útil (lo que la escuela enseña) y ocioso (todo lo demás), divide a los alumnos y alumnas en buenos y malos estudiantes, y divide a las personas en niños (quienes no tienen voz) y adultos3. Muchos teóricos críticos con el sistema educativo y cercanos a la pedagogía libertaria y humanista han comparado el papel del profesor con el del carcelero4. Quizás porque para retener a un niño allí donde no se siente querido, ni escuchado, donde se le habla a gritos, y donde no recibe ayuda sino juicios, realmente hace falta la labor de un can cerbero.

Las cosas no han cambiado tanto. Los niños y niñas siguen pidiendo, esperando, cosas que a veces los adultos, dentro y fuera de la escuela, no sabemos o no podemos darles. Ahora, además, muchos profesores sienten que han perdido autoridad en el aula, que no se les respeta. Aquello que aprendieron en las facultades de educación, basado en un modelo tácitamente autoritario, hace aguas mientras el único bote salvavidas que nos permitiría refugiarnos y protegernos unos a otros, la empatía, se aleja mar adentro. En la base de todo sigue estando el desconocimiento mutuo y el analfabetismo emocional al que nos ha condenado una sociedad mecanicista, competitiva, utilitarista, que nos distancia de los sentimientos propios y ajenos, y que rehúye la autocrítica. Así la brecha crece, se ensancha. 

No tengan vergüenza de no saber, no traten de patear la pelota afuera, no digan cualquier cosa por miedo a pasar por burros. Pero sobre todo, y esto es fundamental, no silencien a los alumnos.
— Paulo Freire

Hace unas semanas, en un país que se diría “civilizado”, el nuestro, hemos comprobado que es fácil eliminar a un profesor: hacer que desaparezca, que nunca más vuelva a pisar el aula. Nunca más. Abel Martínez Oliva murió apuñalado por un alumno de 13 años. Su muerte puede que haya sido inevitable, pero no deberíamos permitir que fuera inútil, porque nos obliga a repensar cómo criamos, cómo educamos, cómo nos relacionamos, cómo vivimos.

El poeta Edwin Brock escribió que hay muchas maneras engorrosas de matar a un hombre. Hay también muchas maneras de matar a un profesor: aumentar demencialmente las ratios, masificar las aulas, recortar las plantillas, eliminar recursos y posibilidades de formación, aumentar la presión mediante ránkings y evaluaciones externas, reducir el valor de la enseñanza a la nota de un examen… Parafraseando a Brock, estos son, como dije antes, métodos engorrosos para matar a un profesor. Más sencillo, directo, y mucho más limpio es asegurarse de que enseña en alguna escuela del siglo veinte (o de lo que va del veintiuno), y ahí dejarlo. Con un poco de suerte, ya el propio sistema educativo, con su normatividad, su rutina, su papel pautado y su pérdida de humanidad, se encargará de borrar cualquier rastro de vocación... y de vida.

La imagen del profesor o profesora como mero transmisor de conocimientos, aséptico y emocionalmente distante, es no sólo obsoleta sino peligrosa: para los alumnos, inmersos en una sociedad que los cosifica, pero también para el propio profesorado, asfixiado por el estrés, la fatiga, y otros síntomas psicológicos. Las emociones, como el barro del que tantas veces queremos apartar a los niños, manchan: impregnan todo, tiñen y ridiculizan nuestra apariencia de “respetabilidad”. Pero para aprender a manejarlas y conocerlas debemos haber podido tocarlas, verlas, trabajar con ellas sin miedos. De lo contrario, podemos acabar hundiéndonos en ellas, y hundiendo a quienes nos rodean. “No hacen falta más normas, ya tenemos la Lomce, los planes de convivencia, de diversidad, consejos escolares... Lo que necesitamos es una educación integral, aprender a vivir juntos”, dice María Antonia Casanova, profesora de la Universidad Camilo José Cela. Y lo recalca David Jurado, el profesor que logró poner fin a la tragedia del instituto Joan Fuster:  “Más humanidad y menos normas”. 

Para “aprender a vivir juntos” tenemos primero de todo que escucharnos, que devolverle la “humanidad” a la educación. Justo eso es lo que nos están pidiendo los niños y jóvenes, que les escuchemos, que nos pongamos en su piel. No es fácil, hay que darle la vuelta a la escuela como la entendemos, ponerla patas arriba y hacer un ejercicio de introspección que nos aparte de los prejuicios y de los roles aprendidos. No todo el mundo estará dispuesto a hacerlo: “Es más fácil dejarse llevar, pero solo a los peces muertos los arrastra la corriente”, apunta Miguel Ángel Santos Guerra. Está en manos de quienes seguimos vivos, vivas, comprometernos con un cambio. Si nos resignamos, si dejamos que la corriente sea más fuerte, estaremos permitiendo que la muerte se lleve, también, algo precioso que podemos darle a los demás: nuestra voz. No una voz mecánica, aprendida, repetitiva, sino nuestra auténtica voz.

Fuente aqui:


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